Nacemos antes de tiempo. Antes de poder valernos por nosotros mismos. El resto de los mamíferos puede caminar y defenderse del peligro muchísimo más rápido que nosotros, que ni siquiera sostenemos la cabeza, ni somos capaces de desplazarnos solos.
Según dice la UNICEF (2012), el bebé nace en total indefensión para sobrevivir. Para hacerlo y desarrollar su potencialidad genética necesita de otras personas que le brinden todo aquello que es necesario, ya que no puede hacerlo por sí mismo.
Un niño es un ser absolutamente frágil y dependiente. Al decir de Bowly (1989), la necesidad de ser sostenido emocionalmente por otro y la búsqueda e interés en la relación con otras personas son rasgos de salud mental que el niño manifiesta desde el comienzo de su vida. Y esta imperiosa necesidad se da con un cuerpo y un psiquismo que son frágiles y absolutamente permeables. Absorben todo, TODO.
Cuando un niño o una niña recibe maltrato y/o abandono en sus múltiples presentaciones, se ve herido hondamente y esto afecta a su funcionamiento y bienestar presente y futuro. Maltrato es todo aquella actitud, gesto o palabra que no considere su dignidad, su condición y sus derechos. El bebé o el niño no es alguien “que no se da cuenta de nada”, o que “no entiende nada”. El bebé y el niño respiran el mismo aire que el/los adultos que lo cuidan. Aire de tensión o calma, de inseguridad o de certezas, de incertidumbres o de previsiones. No está ajeno a lo que viven y a los que viven a su alrededor. Si el adulto no funciona adecuadamente en su manera de vincularse, es ley que el niño se verá afectado.
Es importante destacar aquí que este tipo de experiencias primarias nos condicionan, pero no nos determinan. Somos lo que hacemos con lo que hicieron con nosotros.
Cuando crecemos nosotros somos los responsables de nosotros mismos. El tiempo de que nuestros padres atiendan nuestras necesidades acabó. Ahora los cuidados deben llegarnos en primer lugar de nosotros. De modo que esas experiencias que tal vez nos hayan herido hondamente son nuestra responsabilidad. Es por eso que numerosas personas hacemos terapia, acudimos a un espacio en el que nuestras heridas pueden ser sanadas y releídas con una luz nueva.
Si esto no se trata, es decir, si una vez heridos en nuestra primera infancia por quienes más y mejor nos deberían haber amado que son nuestros vínculos primarios, no hacemos un proceso terapéutico, las posibilidades de que esas experiencias operen inconscientemente y de que se repita el maltrato aumentan. Esto es terrible, pero somos capaces de hacerle sentir y vivir a otro lo que nos hicieron a nosotros. Y es aún más grave: podemos hacerle a nuestros hijos – los seres que más amamos en este mundo (tan vulnerables y frágiles como nosotros en otro tiempo)- eso mismo que hicieron con nosotros.
Pero si revisamos dentro de un encuadre terapéutico y acompañados, sostenidos, asesorados y mirados (¡cuánta carencia hay de eso!) por un profesional, tenemos en nuestras manos no la posibilidad de cambiar el pasado, pero sí, la oportunidad de hacer algo diferente y claramente mejor a lo que nuestros padres (seguramente sin maldad alguna e intentando darnos lo mejor) hicieron con nosotros.
Esto es bellísimo y desafiante y exige de los terapeutas análisis personal, para poder acompañar saludable y adecuadamente a otros en este camino de crecimiento, de reconciliación consigo mismos y con los otros.
Es un camino que promete luego de ser doloroso, conducirnos primero a la verdad sobre nosotros mismos y luego, a la posibilidad de vivir en libertad y paz.
Bibliografía:
· Armus, M., Duhalde, C., Oliver, M., Woscoboinik, N. (2012) Desarrollo emocional.
· Clave para la primera infancia Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia. (UNICEF), Argentina. Fundación Kaleidos, 2012.
· Bowlby, J. (1989): Una base segura. Aplicaciones clínicas de una teoría de apego. Buenos Aires: Paidós. 12
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