Los Cuidados Paliativos se definen según la Organización Mundial de la Salud (WHO, 1990) como el «cuidado total activo de los pacientes cuya enfermedad no responde a tratamiento curativo.» Esta definición se amplía posteriormente hacia un enfoque que «mejora la calidad de vida de pacientes y familias que se enfrentan a los problemas asociados con enfermedades amenazantes para la vida, a través de la prevención y alivio del sufrimiento por medio de la identificación temprana, evaluación y tratamiento del dolor y otros problemas, físicos, psicológicos y espirituales.»
Entre los principios aceptados internacionalmente acerca de los Cuidados Paliativos se encuentran el control y alivio del dolor (entendido como dolor total) y otros síntomas, el incremento de la calidad de vida considerando a la muerte como un proceso natural que no se intenta acelerar (eutanasia) ni retrasar por medios externos (encarnizamiento terapéutico), la integración de aspectos biológicos, sociales, psicológicos y espirituales en el cuidado del paciente y la familia (unidad de tratamiento), el hecho de centrarse en la sanación más que en la curación con el fin de ayudar al paciente y su entorno más próximo a encontrar un mayor alivio frente a la situación de enfermedad y reducir el sufrimiento en todas sus dimensiones. Se considera que el hecho de mejorar la calidad de vida puede asimismo influenciar positivamente el curso de la enfermedad y se apela a un trabajo en equipo apostando a la interdisciplina para responder a las necesidades de los pacientes y sus familias durante el proceso de enfermedad interviniendo tempranamente, funcionando como apoyo durante la implementación de diferentes tratamientos (como cirugías, quimioterapia o radioterapia) e incluyendo el seguimiento y soporte emocional durante el duelo cuando sea necesario.
En los últimos años ha crecido el número de equipos de Cuidados Paliativos en hospitales a nivel mundial, con el objetivo de responder fundamentalmente a las necesidades de los pacientes con enfermedad neoplásica. Se estima que una de cada tres personas en el mundo occidental desarrollará cáncer en algún momento de su vida. Si bien históricamente y en su origen los Cuidados Paliativos han sido aplicados especialmente con pacientes oncológicos, sus principios son igualmente extensibles a pacientes que padecen otro tipo de enfermedades progresivas no neoplásicas también limitantes para la vida, entre estas se incluyen el SIDA, las enfermedades de la neurona motora (como la Esclerosis Lateral Amiotrófica), fibrosis quística, Enfermedad Pulmonar Obstructiva crónica (EPOC) y cualquier patología en etapa avanzada, progresiva y terminal. Es destacable como ha ido aumentando de modo progresivo la población añosa y se ha incrementado la expectativa de vida produciéndose a su vez un aumento de las enfermedades crónicas que muchas veces progresan hacia la muerte de quienes las padecen.
El término “paliativo” deriva del latín pallium, que significa capa o manto. Nos habla de cómo los síntomas son cubiertos con tratamientos destinados al alivio y confort de los pacientes y no con fines curativos cuando los tratamientos específicos-curativos ya no son eficaces y la enfermedad sigue avanzando. En la década de los 80s surge la Psico-oncología como rama de la psicología y disciplina que se ocupa en sus orígenes de dar apoyo emocional al paciente oncológico, su familia y el equipo tratante; ampliándose con el tiempo sus desarrollos a la prevención, promoción e investigación relacionadas. Una de las principales referentes de dicha disciplina a nivel mundial, Jimmie Holland (Sloan-Kattering Cancer Center, en Nueva York) plantea dos grandes dimensiones de intervención del psicooncólogo: Atender a la respuesta emocional del paciente, familiares y encargados del cuidado a lo largo del proceso de enfermedad y detectar e intervenir sobre los factores psicológicos, comportamentales y sociales que puedan influir en la supervivencia y calidad de vida del paciente.
En este sentido podríamos pensar que el psicólogo-psicooncólogo tendría un lugar de acompañamiento y soporte al tratamiento médico de la enfermedad donde se busca ayudar al paciente en la adaptación a su nueva condición de enfermo y en la realización de tratamientos y toma de decisiones a lo largo del proceso de enfermedad.
Ahora cabe preguntarnos qué diferencia podría introducir la presencia de un analista en un equipo de Cuidados Paliativos respecto de la tarea propuesta tradicionalmente en este ámbito para las psicoterapias (TCC, Terapia Sistémica, Logoterapia, entre otras). Como primer acercamiento a esta pregunta podríamos pensar que el enfoque que plantea el psicoanálisis de un Sujeto sujetado que responde al Otro del significante es ya desde el comienzo una diferencia a tener en cuenta frente a otros posibles enfoques que se dirigen al fortalecimiento yoico, pensado el Yo como autónomo, consciente y facultado para elegir y decidir lo que quiera libremente. El psicoanálisis se sostiene en una ética del Deseo que no retrocede ante el reto de escuchar aquellas verdades subjetivas que suelen quedar excluidas en ámbitos donde rige el discurso Amo (como puede ser el discurso de la medicina) y propone hacer algo con eso.
¿Esto significa que los pacientes y sus familias no necesitan de un acompañamiento-apoyo emocional en el proceso de transitar la enfermedad y el final de vida cuando se acerca? Claramente no. El sostén es necesario y es deseable que sea brindado por la totalidad del equipo (médicos tratantes, enfermeros que son quienes pasan en situaciones de internación la mayor parte del tiempo con los pacientes, voluntarios, trabajadores sociales, terapistas ocupacionales, representantes religiosos-espirituales, psicólogos, etc.) pero podríamos pensar que el psicoanálisis propiamente dicho aporta un abordaje específico y diferencial que tiene en cuenta la dimensión del Sujeto dividido por el síntoma, y sirviéndose de la palabra como recurso fundamental, apunta a apaciguar el padecimiento inherente a la cara Real (de goce) del síntoma, ese modo singular que cada Sujeto tiene de gozar con el padecimiento y que lo ubica en un lugar de objeto que obtura la falta en el Otro.
Esto a su vez nos abre la perspectiva de poder ubicar con cada Sujeto algún tipo de responsabilidad subjetiva sobre las elecciones que ha venido haciendo a lo largo de su existencia y que muchas veces presentifican la culpa y altísimos grados de sufrimiento psíquico cuando se realizan balances vitales negativos hacia el final de la vida. Lejos de des-responsabilizar al Sujeto (que se enfrenta al deterioro y malestar propios de la enfermedad física) de aquello que lo reclama y lo obliga a implicarse como tal, y eliminar la angustia cuando esta hace su aparición, desde el psicoanálisis es posible valerse de ésta como una brújula que nos oriente hacia el deseo singular de cada Sujeto, y apuntar a ubicar las coordenadas que posibilitan y sostienen este sufrimiento para hacer algo distinto de lo que se venía haciendo frente al fracaso de las soluciones hasta entonces implementadas por él mismo. La función del analista tendrá que ver con ayudar a construir un saber singular acerca de cada modalidad de goce que habilite al Sujeto a salir de la tragedia de un destino escrito e inmodificable (la terminalidad) y ubicarse ante la responsabilidad de su elección, frente a la posibilidad de decidir respecto de aquello que lo concierne subjetivamente y lo deja en soledad frente al acto, incluso el acto de morir que lo despoja de cualquier saber de certeza.
En ésta línea resulta útil la afirmación de Michel de M’Uzan en La elaboración del tránsito (1976) según la cual “La vocación primera del psicoanálisis es el permitirnos vivir más que ayudarnos a morir.” (citado por Marcelo Negro en: El analista frente a la terminalidad y la muerte). Esto nos recuerda que trabajamos con Sujetos que viven, desean y sufren hasta el último momento, donde la muerte aparece como un final que toca al cuerpo, un límite ineludible que nos atraviesa a todos en tanto seres vivos (dimensión biológica) pero que supone significaciones y modos de simbolizar singulares frente a un Real que es un vacío (en tanto no hay significante de la muerte en el Inconsciente). Esto implica también poder cuestionar y repensar la demanda de intervenciones dirigidas a adaptar al Sujeto a su rol de paciente, enfermo de cáncer con la consecuente “adherencia” a los tratamientos y procedimientos que la medicina ofrece para tratar (curar o controlar la enfermedad) y la eventual aceptación de su destino inevitable cuando ya no hay cura posible y la ciencia encuentra también un límite.
Se juega aquí para el Sujeto cierta urgencia frente a la cual será también nuestra función hacer un parate, poder aún a pesar de saber que los tiempos con que contamos son cortos abrir esa pausa que permita desplegar un tiempo de comprender antes de precipitarse en el tiempo de concluir. El Sujeto se enfrenta entonces a otra pérdida, diferente a cualquier otra, la pérdida misma de su propio ser en el mundo y para los otros. Esto nos permite realizar intervenciones que habiliten un trabajo de duelo sobre la propia vida que se termina, con las concomitantes inquietudes acerca de lo que se deja, la trascendencia y el impacto que la propia desaparición tendría en los otros en tanto aquellos que pueden perder al Sujeto y dar lugar a la propia pregunta de este sobre lo que es en el Otro, lo cual a su vez lo confronta directamente con la inconsistencia del Otro del significante. De este modo, tomando las palabras de Marta Gerez Ambertín respecto del duelo en relación con la clínica psicoanalítica, se trata de que aún a pesar de lo perecedero la vida sea posible: “hacer la vida un poco posible, pese a la muerte”. Y esto nos incumbe también a nosotros en tanto analistas, siendo el trabajo en análisis sobre la propia muerte un de las tareas que no pueden dejar de estar presentes junto con la supervisión en nuestra práctica en Cuidados Paliativos.
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