El sufrimiento subjetivo siempre se dice a medias, entre decires y sin querer, entre querer y medio poder y con las limitaciones propias de la lengua. Por eso mismo, una sesión no puede escribirse, al menos no en la fidelidad textual de sus palabras –que se propone tan imposible como absurdo-. La ficción es el recurso para decir, por aproximación, pero también con el plus que la metáfora pueda hacer en el lector. Aquí, lo que pude escribir del encuentro con un paciente.
Un impulso recorría su cuerpo tensando sus músculos, y en particular la mandíbula, con la que apretujaba sus dientes a riesgo de molerlos o arrancarlos entre sí por la fuerza de la fricción.
Ira le llaman, pero no me satisface decirlo así. No haría justicia a las sensaciones que se esparcían a lo largo de su cuerpo y el dolor que sufría más allá de este. Ese cuerpo estaba reaccionando catastróficamente ante la impotencia que le provocaba el hecho.
Se Imaginó destruyendo cualquier objeto cercano, pero, sobre todo, destruyendo su cuerpo también al destruir los objetos. Ese era el objetivo, lastimarse y lacerar su cuerpo hasta que el dolor hiciera de límite y detuviera esa ridiculez.
No había caso, cuanto más fantaseaba, más deseaba golpear y golpearse, aniquilarse, llevarse a ser la nada misma, porque su existencia de mierda era mucho menos que soportable.
Supuso que hacer derramar su sangre lo aliviaría, y al imaginarse muriendo sintió, por primera vez en mucho tiempo, que estaba vivo.
—¡Vení, te dije! —gritó ella imperativamente. Él tan solo agachó la cabeza, endureció su postura e intentó evitar cualquier tipo de contacto. Eso le causaba asco… sentía un rechazo absoluto y radical por aquella mujer, pero así mismo no era nada sin ella.
—No quiero —se escuchó tímidamente desde una boca infantil que hablaba al suelo.
Sus palabras enmudecieron el espacio mientras ella miraba con asombro. Era la primera vez que le respondía así y la tomó por absoluta sorpresa.
La llovizna caía con tenacidad y lentitud sobre las cabezas de los transeúntes.
Él no sentía nada. Tenía músculos, piel, nervios y huesos, sin embargo, parecía de plástico: el agua le resbalaba y parecía estar aislado de cualquier sensación. La apatía condenaría muy bien la descripción, pero solo hasta el momento inmediatamente anterior a que la idea de la muerte acudió a él.
Imaginó a la muerte como una mujer fornida, con aspecto castigado por el tiempo, pero con visible enjundia. Se le antojó que tuviera en su rostro una sonrisa casi habitual y hasta obligada, como gesto mínimo por estar dando por terminada la existencia de alguien. Lo mínimo que debería hacer sería sonreírle. Aunque pensándolo mejor, ¿no sería una especie de cinismo burlesco? Él no quería morir, pero deseó a la muerte y le recordó al encuentro con una mujer. ¿Acaso no hay muerte ahí?
Un bolso lo golpeó en las costillas sacándolo de un arrebato de la ensoñación. Había sido una gorda desagradable con excesivo maquillaje en la cara, tanto, que parecía un payaso bajo la lluvia. No alcanzó a insultarla y se tuvo que tragar cada puteada con una respiración.
En pocos minutos la lluvia barrió con toda prueba de vida en las calles del pueblo y se vio solo, avasallado por la fuerza invisible del viento y contrariado por el rostro que le devolvía un charco de agua.
—¡Imbécil! —gritó creyendo ver a otro, y destruyó la imagen barriéndola furioso con el pie.
Increpó al parásito dentro de él, al que le había tomado el cuerpo, al que lo habitaba y consumía, al que lo gozaba sin piedad. Pero ya no sabía si era otro el que lo habitaba o si él mismo se estaba transformando en eso otro, o peor aún: no sabía si alguna vez volvería a ser él.
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