En contra de ciertas creencias vulgarmente difundidas, la sexualidad masculina no es algo que uno pueda habitar sin tormentos. La vida sexual de los hombres está lejos de carecer de conflictos y tampoco es algo que se presente transparente y directo a uno mismo. La sexualidad que incluye el deseo, el amor y el goce, tanto a mujeres como a varones se nos presenta de manera enigmática, opaca, interpelante, nada simple.
Lugar de diversos cuestionamientos, por ejemplo para el varón que evita el encuentro sexual con una mujer la lengua popular tiene reservada la sanción de “cagón”, alguien que va en contradicción con lo que se espera del semblante masculino será fácilmente tildado de “poco hombre” o de que “le faltan huevos”. Esto solo alcanza para señalar el valor de interpelación que toma la sexualidad para la identificación del género, para la asunción de una “identidad” que en este terreno nunca está tranquila ni segura de sí misma, siempre a un paso de la vacilación, la inseguridad, el temor, sobre todo cuando el encuentro con el Otro sexo es inminente.
Para hacer frente a esto, toda clase de defensas corren en su auxilio. Los hombres somos grandes defensores, brillantes estrategas al servicio de la defensa, del mejor refugio en el castillo de la fantasía, en la jaula o la prisión sin escape, en la isla solitaria o en esas atrincheradas fortalezas. Es la defensa para no correr el riesgo. El riesgo que importa es el de una pérdida, que entre otras cosas tiene que ver con la pérdida de una imagen. Una imagen casi siempre idealizada sobre lo que es “ser hombre”. Ahí nos encontramos con “el macho cogedor”, “Superman”, “el Salvador”, entre otras figuras sustitutas de aquel que fue o sigue siendo “el nene de mamá”. Hay un libro titulado “Pollerudos” escrito por dos psicoanalistas (Rogríguez y Estacolchic) que recrea con mucho humor escenas transitadas por todos aquellos que intentan recorrer lo masculino que los habita.
El problema se suscita cuando el varón queda esclavo al servicio de esta imagen, y cualquier cosa que la ponga en cuestión (como el encuentro con el Otro sexo), hará desestabilizar su estantería tan prolijamente ordenada.
La vida sexual masculina es compleja, entre otras cosas porque no se trata solo de género, identificación, construcción-deconstrucción, aprendizaje y educación. Su complejidad mayor reside en que hay un factor deseante, pulsional, sexual, que escapa a lo normativo. Toda sexualidad tiene algo de problemático y anti-pedagógico que es importante considerar, porque cuando esto no se tiene en cuenta nos encontramos con verdaderos reduccionismos que llevan a callejones sin salida.
Uno de estos callejones sin salida es la degradación de la sexualidad masculina a una cuestión de “funcionamiento del miembro”. Impotencia, eyaculación precoz, falta de eyaculación, abordadas como un problema del órgano peneano, como un tema exclusivamente fisiológico amputado del resto del cuerpo y de la persona en sí, y rechazando al mismo tiempo toda posibilidad de pensar en el sujeto que porta ese órgano.
El rechazo del inconciente muchas veces se traduce en una sobrecarga de la voluntad. Llegando a lo insólito cuando se dice que uno está triste porque quiere o que uno no es feliz porque no quiere. El resultado se puede advertir fácilmente: el sujeto es culpable de no ser feliz. La ética en el tacho de basura.
Es así como la apelación a la voluntad pone un tapón sobre lo que no se quiere escuchar: las preguntas en relación al deseo, al amor, a la relación con el Otro, la angustia, el deseo del Otro, la falta, lo imposible. Mejor no saber nada de eso. Mejor creer que todo es posible.
La sobrecarga de la voluntad lleva a considerar como déficit o incapacidad cuestiones que son del orden del deseo. El deseo es lo ingobernable, lo que no puede ser controlado ni reducido a un asunto voluntarista que solo conduciría a una culpabilización sufriente. Es la burda ilusión neurótica de creer en la voluntad como fuente de toda posibilidad y de todo poder. El Dios Voluntad. Todo se puede. “Sí, se puede.”
Es así como se practica una meritocracia del miembro viril donde se cuenta la cantidad de “polvos”, se mide todo lo que pueda ser medido y lo que no también, se cuenta la cantidad de posiciones practicadas y el tiempo que duró el espectáculo de la performance sexual. Se evalúa la calidad, se hace un pesaje de la cantidad, y así se valora y se coloca cada uno en el lugar que fijó la balanza. El comercio sexual no es exclusivo de las prostitutas. Ahí donde se evalúa un rendimiento sexual que distribuye éxitos y fracasos, hay un sujeto que coje para el mercado. Aunque quizás sería más atinado entenderlo como una posición pasiva frente a este último.
La vida sexual masculina está también atravesada por el ideal de la época y los valores del mercado.
Una expresión de estos forzamientos de la voluntad es aquella pretensión de ciertos coach o especialistas, por ejemplo de la llamada sexología que toman al pene como un músculo, un órgano domesticable, que con unos cuantos ejercicios de entrenamiento el miembro viril puede reponerse de alguna falla en el funcionamiento, y volver a la cancha. Eso solo lo podría creer alguien que nunca fue portador de uno. Pero lo llamativo es que mayoritariamente quienes más creen en esta ilusión son hombres. Que al brazo y al pene se los llame “miembro” no debería confundirnos respecto de la diferente relación que podemos tener con uno y con otro. Si el brazo puede ser movilizado a voluntad, el pene no tiene la misma característica. Sus coordenadas de erección no son de la misma índole. Creer que uno puede pretender levantar el miembro viril con el mismo control con que se levanta el brazo, es el sueño del obsesivo. Resuena otra vez: “sí-se-puede”.
Considerar a la sexualidad como un tema de gerenciamiento, administración, entrenamiento, rendimiento, no solo degrada al erotismo convirtiéndolo en una máquina vacía que debe rendir, sino que además el sujeto cae atrapado en su propia trampa.
Culpable por no rendir lo suficiente, por no estar a la altura, recurrirá a aquellos objetos tecnológicos que ofrece el mercado. La pretendida píldora mágica, el Viagra, asistirá al varón en su titánica tarea: no la del acto sexual, sino la de tener que rendir óptimamente para ser aprobado y sostener aquella imagen en la que tanto se refugia.
No hay una respuesta última, certera y garantizada sobre qué es ser hombre. Nadie la tiene. No existe. Lo que hay es la ilusión de tenerla. Hay creencias más o menos consolidadas históricamente. Hábitos, rituales, cultura, todo un imaginario de significaciones que siempre han intentado dar respuesta a esa pregunta, nunca acabada. Nunca se termina de responder porque hay allí un vacío, una falta que nunca terminará de ser colmada.
Entonces, en tanto no hay una respuesta última que agote su formulación, la pregunta que hace vacilar a los hombres en los más diversos modos: ¿Qué tan hombre soy si hago o no hago tal cosa?. Hay circunstancias de la vida en las que esta pregunta toma una forma interpelante con una intensidad que amenaza dar vuelta todos los esquemas y cuestiona todas las identificaciones, por ejemplo puede ser en el encuentro sexual con una mujer, o también la separación de una relación de pareja.
Es una pregunta angustiante porque interpela al ser en su intimidad, en su constitución sexual, su posición sexuada, su orientación, su identidad, sus elecciones, su manera de estar en el mundo.
Frente a la angustia que suscita esta pregunta, una modalidad muy frecuente de desembarazarse de la misma es buscar una respuesta en lo que hay al alcance de la mano. La paja mental vendrá en su auxilio. Son las respuestas que tienen un componente autoerótico. Las que están en la vía del sostén narcisista. Es una forma típica del obsesivo evitar el encuentro con el Otro sexo mediante el refugio en su cápsula narcisista. Entonces allí encontraremos los que agitan las banderas de: “el macho cogedor”, “el ganador”, “el que las tiene todas”, también vienen con forma de superhéroes: “Superman”, “el proveedor”, “el protector”, otras formas crísticas como: “el iluminado”, “el Salvador”. Estas versiones del caparazón protector de muchos hombres son sostenidas no solo por quienes encarnan estas nominaciones sino también por aquellos que se autodenominan “fracasados”, “looser”, perdedores sistemáticos que creen que el éxito existe del otro lado, que no les tocó a ellos, pero que en algún lado, en el vecino, en el amigo, en el padre, en el jefe, cerca o lejos está el que sabe, el triunfador, siempre Otro, quien tiene lo que a él le falta.
Entonces, ¿cómo estar a la altura de lo que el ideal exige, cómo cumplir con lo que se necesita para seguir portando las insignias masculinas? La ciencia y el mercado tienen la solución. La tecnología, los coach, todo tipo de especialistas al servicio de perfeccionar tu desempeño. Religiosamente, hemos creado “la pastilla mágica” en cada uno de los lugares donde el deseo nos confronta con la angustia. En cada lugar donde no hay un saber universal establecido y garantizado, allí hemos puesto el objeto mágico que tape el agujero, el Dios que todo lo puede es una creación nuestra, somos religiosos para curarnos de lo que no sabemos.
Tenemos ahora el fármaco que lograría que el varón cumpla con el estándar de rendimiento que se espera. Hemos inventado un estándar sexual. No vaya a ser cosa que no podamos medirnos. Es la regla masculina. Todo debemos contabilizarlo. Lo que no entra en las cuentas, no cuenta. Es así como el sujeto que pretende hacer un uso del Viagra, termina siendo usado por el mismo. El consumidor-consumido no está ausente aquí, donde la dependencia al fármaco juega un rol central. ¿Cómo tener sexo sin Viagra? será la nueva pregunta.
Si la píldora es verdaderamente efectiva también plantea un efecto un tanto siniestro. Este hombre-palo podría tener sexo con mujeres a las que no solo no ama, sino que tampoco desea. Lo único importante es que funcione. Que nadie diga que no cumplió. Que su aparato rinda, al máximo y con todas las garantías de calidad. Y así el hombre-máquina termina siendo el verdadero producto del mercado. El deseo, eso que nos humaniza… bien gracias.
Por suerte todavía está el psicoanálisis, para escuchar todo eso que pide a gritos mudos ser escuchado, para restituir al síntoma su lugar en el inconciente y devolver el deseo al lugar de la causa.
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